Rafael Loret de Mola: Poder para Matar

RAFAEL LORET DE MOLA

  • *Poder para Matar
  • *Sin Reciprocidad
  • *Una Vida Perdida

Por: Rafael Loret de Mola

Cuando hablamos de la “pena de muerte” y sus aplicaciones excepcionales, concretamente para sancionar con ella a terroristas, narcotraficantes y secuestradores en salvamento de la salud colectiva, no hicimos, desde luego, referencia a varios casos de mexicanos abandonados a su suerte en las prisiones, como el de José Medellín, ajusticiado en la prisión de Huntsville, Texas, en 2008, y a sus connotaciones en los planos diplomáticos y en cuanto a la defensa de los derechos humanos. Insisto: sentencia tal, cuando se profesa el respeto a la vida como el sustento básico del raciocinio que nos diferencia de los animales, sólo puede justificarse, en la praxis y muy excepcionalmente en la moral, cuando está en juego la seguridad y destino del colectivo; y, por supuesto, de manera excepcional para paliar situaciones extraordinarias. Tal ha sido el criterio del columnista.

Desde el inicio de los noventa hay registro de una decena de ejecuciones contra mexicanos en las prisiones de los Estados Unidos, sobre todo las texanas, sin que las intervenciones de nuestro acotado gobierno hayan servido para nada. Incluso se llegó al extremo de que, en 2002, el entonces presidente fox cancelara un periplo por el estado de Texas como protesta por la ejecución de otro compatriota, Javier Suárez, a quien se le había negado asistencia básica durante su sesgado proceso. Nunca se le habló en español.

Desde luego se percibe un fuerte tufo a xenofobia. Obvio es que no hay relación alguna con las dispensas y ocultamientos derivados de la cacería de indocumentados en la frontera a manos sea de los miembros de la “eficaz” Border Patrol o de los “acreditados” minutemen con derecho a portar armas y utilizarlas contra quienes sean descubiertos vadeando las mojoneras de Arizona, sean mujeres o niños. El derecho a matar se lo arrogan, claro, los fuertes, lo mismo en Guantánamo que en las cortes texanas en donde los indultos suelen tener siempre un contexto político, o lo tenían porque, a partir de la gestión gubernamental de George Bush junior en su estado natal, los criterios del perdón se endurecieron como igualmente ocurrió respecto a los instintos bélicos en la geopolítica universal desde la arribazón del mismo a la Casa Blanca.

No debe perderse el contexto. Ninguno de los ajusticiados apeló a su inocencia para salvarse sino a la solidaridad de sus compatriotas. Medellín, por ejemplo, fue acusado por violar y asesinar a dos adolescentes en Houston hace tres lustros cuando él tenía dieciocho años. No se trata, desde luego, de una falta menor aun cuando los procedimientos, y he aquí el tremendo efecto del racismo sin disimulo, fueron amañados porque jamás se notificó del caso al Consulado de nuestro país como determina la legislación internacional. En un país civilizado, en donde de verdad privara el estado de derecho y no el privilegio de los fuertes para disponer de las vidas ajenas, hubiera bastado con eso para detener el cumplimiento de la sentencia e incluso anularla sin requerir del indulto presidencial. En Texas, cuna de los Bush y eje de las empresas petroleras estadounidenses, no es así y tal plantea un dilema con distintas aristas en una sociedad con acentos fariseos que suele repudiar las afrentas a los derechos humanos en otras latitudes, digamos Cuba, justificando los excesos del establishment intocable.

El contraste también es notorio ante otros esquemas jurídicos que suelen “premiar” a los criminales más avezados. Mencionamos en su oportunidad la excarcelación del terrible etarra, Iñaki de Juana Chaos, hallado culpable de veinticinco asesinatos alevosos amén de las lesiones infringidas a muchos más –al hacer explotar bombas en rúas y centros comerciales-, tras cumplir veintidós años en prisión beneficiándose de polémicas reducciones a su pena y muy a pesar de haber sido enjuiciado, ya en la cárcel, por sus constantes arengas en pro del terrorismo, un delito que por supuesto delimita el contexto de la libertad de expresión y la anula, con justeza, por cuanto incita a la comunidad a la violencia y la disolución política y social.

No se olvide que la mayor de las libertades está en asumir, responsable y civilizadamente, los límites de la convivencia pacífica. Si se opta por la anarquía nunca habrá sitio en una sociedad democrática moderna aun cuando se aduzca el derecho a disentir como elemento central. En la misma línea jamás podrá alegarse que el insulto y la difamación deben ser protegidas porque están atenidas a la libertad a expresarse sin diatribas. Los excesos se tocan.

Quien sufrió la “muerte legal” no es equiparable, de modo alguno, a quien se postula como “nacionalista” vasco para asesinar a sangre fría sin el menor remordimiento ni el menor signo de arrepentimiento de por medio; al contrario: De Juana anunció su decisión de seguir luchando “por la causa” si bien por la senda de la política. Y la “causa” es la misma que prohíja el derramamiento de sangre inocente en la España seudo democrática de nuestros días. Sencillamente absurdo.

A estas diatribas y a sus efectos seguimos enfrentándonos quienes demandamos vivir en paz.

Mirador

Francamente, angustia estar bajo la férula de un gobierno que no es capaz de defender a sus gobernados ni hacer valer sus derechos, sea por los cauces diplomáticos o por cuanto aporta el derecho internacional. La defensa a la soberanía nacional no sólo debe interpretarse como contención razonada contra las invasiones militares sino también es cada empeño por proteger al conglomerado de los abusos de los fuertes, con aires de conquistadores y dispuestos per se al avasallamiento de cuantos considera inferiores aunque semánticamente lo niegue.

Si en México existiera la pena de muerte, ¿se atreverían los jueces a condenar a un estadounidense, siempre protegido por la prepotencia de Washington? Ni siquiera tratándose de un asesino serial, un terrorista, un capo o un secuestrador y violador contumaz, podría acercarse nuestra legislación a los escenarios dantescos de la “milla de la muerte” que significan la fase última de un sistema infectado por las fobias de todo tipo, la discriminación racial sin duda entre ellas, y las consignas de una superioridad que en pocas ocasiones da la cara.

En fin, ¿cómo puede explicarse que el país que se autopostula como el “líder del mundo libre” mantenga la discrecionalidad para extender la muerte sobre criminales juzgados con poca ortodoxia e incluso las patentes torturas –allí están los talibanes cautivos en la base estadounidense en Cuba-, con enormes dosis de vendetta y xenofobia? Si tal es el numen de la civilización, ¡qué lejos estamos de la justicia!

Apunten, amables lectores, las diferencias sustantivas entre el reclamo en pro de la pena de muerte cuando se trata de salvaguardar la vida de la sociedad en su conjunto, y en no pocos casos el destino de la misma, y la insolencia con la que los jueces norteamericanos determinan aplicarla a los “negros”, “mexicanos” y los representantes de las minorías étnicas a diferencia de la notoria protección brindada a los cazadores de seres humanos en la frontera con México. Es obvio, claro, que hablamos de contextos distintos aun cuando algunos pierdan la mirada observando un árbol y no al bosque.

¿Acaso los privilegios de los fuertes determinan su capacidad para valorar las vidas de los demás muy por debajo de las propias? Es indignante que se brinde a un norteamericano, o a una francesa, en cualquier latitud y salvo si cae en manos anarquistas, un trato de privilegio que ni remotamente obtiene un ciudadano de cualquier otra nacionalidad. Su gobierno, además, es siempre efectivo en sus gestiones y no sólo por efecto de las argumentaciones de índole moral sino, sobre todo, por el peso específico de la fortaleza de su gobierno y el poderío militar y financiero que conlleva.

Los mexicanos, en cambio, vamos a la deriva. Y hay casos patéticos para ilustrarlo. La soberanía mexicana termina en donde comienzan los intereses corporativos. Así de sencillo y tremendo.
Por las Alcobas

En abril de 1997, un regiomontano, Ricardo Aldape Guerra, libró la pena máxima, en la prisión del terror, en Huntsville, Texas, por una serie de intervenciones soterradas de las autoridades mexicanas en un año clave para la política: el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el Distrito

Federal hizo observar viable la consumación, tres años después, de la primera alternancia.

Aldape, liberado, regresó al país y hasta se convirtió en actor de telenovelas por obra y gracia de los consorcios privados de televisión. Pero no pudo escapar a la muerte aun cuando no por efecto de la socorrida “inyección letal”. El 21 de agosto del mismo año, apenas cuatro meses después de su “salvamento” político, en estado de ebriedad y conduciendo con desenfreno, estrelló su vehículo, en las cercanías de Matehuala, contra un tractocamión. En los bolsillos le encontraron mariguana para hacerse dos carrujos.

La lotería de la liberación no fue suficiente para asegurarle la vida tras quince años en la prisión de la muerte. Tampoco la mayor parte de las historias de quienes se sacan el “premio gordo” resultan enaltecedoras como algunas veces hemos contado en este mismo espacio. La suerte es efímera y traicionera; no así lo que debiera marcar nuestras pautas: la razón, la libertad y la justicia.

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