Trono de sangre: un viaje cíclico hacia la autodestrucción

Por Elizabeth Piña Hernandez

A cincuenta años de su estreno, revisamos este clásico que sin duda ha marcado la vida de todo cinéfilo.

Kurosawa toma elementos del western para elaborar un filme épico del Japón medieval. Es evidente la influencia de la trilogía de la caballería de John Ford: Fort Apache (1948), La legión invencible (1949) y Río Grande (1950), pues vio en ellas un paralelismo con esas historias de vida al interior de los fuertes, las diversiones (el baile y las canciones) y la dicotomía leyenda-verdad histórica, además de que como decía el productor español Juan Miguel Lamet: los westerns son cantares de gesta que los americanos escribieron con la cámara. Si bien toma como base el Macbeth de William Shakespeare, su adaptación es libre y muy cinematográfica, sobre todo si la comparamos con una versión anterior: Macbeth (1948) de Orson Welles. Aunque Kurosawa siempre manifestó un profundo respeto por el autor de Ciudadano Kane, ni las pieles ni la atmosfera escocesa y teatralizada lo detuvieron.

En Trono de sangre (1957) pasado y presente son ilusión. La lente del director nipón sitúa nuestra primera mirada sobre un mástil en el cual aparece una inscripción: Éstas son las ruinas del castillo, mientras un coro de tonos secos se confunde con el viento entonando: ¡Mirad este lugar desolado! … condenado a morir por la obsesión de poder. Aquí vivió un fuerte guerrero. Las ruinas son cubiertas por una niebla que difumina el paisaje, volviéndolo borroso, apenas distinguible, tanto que no parece haber tiempo, de pronto todo se vuelve irreal, esto no es más que la concepción budista de la existencia, extraña para el mundo occidental, pero no para Kurosawa, quien de inmediato demuestra la ilusión de la existencia al develar tras la niebla el antiguo castillo; tan ilusorio como los conflictos humanos, como las hazañas heroicas del guerrero Washizu (Toshiro Mifune) y su leal compañero Miki (Minoru Chiaki), que no vemos, y sólo tenemos noticias de ellos en los testimonios de los mensajeros de los fuertes.

Si para Ford la veracidad de un hecho histórico debía buscarse en fuentes serias y no en las leyendas escritas por periodistas ingenuos, en Kurosawa la dicotomía desaparece en la naturaleza (por eso la música de Masaru Sato imita sonidos naturales), es ella quien a través de sus elementos narra los acontecimientos: la niebla es materia del sueño, representa la fugacidad del mundo material, mientras que la lluvia tiñe de melancolía el espacio, premonitoria de lo que Miki y Washizu habrán de encontrar en ese lugar donde convergen todos los instantes: el bosque de las telarañas.

Washizu (sanguíneo y colérico) y Miki (sabio y resignado) encuentran en ese sitio su propia autodestrucción, un mundo onírico, en el cual se miran a través de un arco de varas como en un espejo, donde encuentran a una bruja que a través de su rueca y canto emula el movimiento cíclico de la vida. La bruja predice que Washizu será dueño de la mansión norte y Miki dueño del fuerte uno y luego predice una serie de sucesores del castillo de Telañaras: Washizu primero y el hijo de Miki lo será después…

Ambos salen del bosque moviéndose frente a la cámara envueltos, de nuevo, en la niebla, remiten a La diligencia (Ford, 1939) a esos contraluces en el desierto y a la simpleza del polvo que los cubría por instantes, y que aquí los hace moverse de un lugar a otro sin hallar un camino. Washizu y Miki al llegar al castillo, escuchan desconcertados el cumplimiento de la premonición de la bruja en los designios del Señor. Los rodean antorchas, tambores y un silencio angustioso que destella en sus rostros.

La paz de Washizu en el fuerte es traicionada por su deseo de poder y por las palabras de su esposa Asaji (Isuzu Yamada): mujer fría, ambiciosa, delirante y manipuladora, que más bien parece estar poseída por la bruja, de hecho se parece más a las femme fatale del film noir, a Elsa Bannister de La dama de Shangai (Welles, 1944), que a Lady Macbeth. Ella emplea sus dotes sexuales (no explícitos) para convencer a su esposo: le implanta la idea de creer que puede llegar a ser el señor del castillo, recurriendo al miedo de ser juzgado. Howard Hawks decía que: Sólo hay acción si hay peligro, la esposa se convierte en alimento constante de ello.  Washizu cree que sus sospechas se han disipado cuando el señor, en una visita inesperada, le confía dirigir el ataque a Inui en la rebelión de Fujimaki, pero su esposa las refresca: Recibirás flechazos por delante y por detrás.

El horror se apodera de la servidumbre al caminar cautelosamente en el cuarto manchado por la sangre de un traidor: un cobarde que tiñó las paredes de un rojo lleno de odio y crueldad. Kurosawa emplea con maestría un mecanismo fundamental del cine clásico de terror: la sugestión colectiva, presente en filmes como La isla de la muerte (LewtonRobson, 1945). En esa oscuridad aparece Asaji, su fantasmagórica entrada a aquel cuarto nos remite a todas aquellas películas de John Ford donde las personas se mantenían enmarcadas mientras se perdían en el horizonte, como Ethan en Más corazón que odio (1956), y es que ella es el motor que todo lo vuelve cíclico pues tiene un plan perfecto: dormir a los soldados del señor para hacer creer que uno de ellos es un traidor; otra vuelta de rueca, ella le da la lanza en mano para asesinar al Señor. Y como si no sobrara patetismo Washizu para abrir las puertas del castillo usará su cadáver.

Al igual que Ford, Kurosawa da mucha importancia a la música y danza dentro del filme, no como mera inserción, sino como un factor que da continuidad a la trama. Y si bien en los westerns de Ford esto aparece en forma de bailes y canciones, en Kurosawa esto se traduce en el teatro No, el cual sucede en un no tiempo-espacio por tanto es cercano a lo fantasmagórico, por eso no es casual la aparición de Miki como fantasma durante la pieza, él aparece como proyección de la culpa de Washizu, quien asusta a los invitados del banquete. El ánima de un ser querido, al igual que en las películas de su compatriota Mizoguchi tiene la función de predecir la muerte o la redención como en Los cuentos de la luna pálida de agosto (1953). Washizu se entera que el hijo de Miki se unió a las fuerzas de Inui y avanzan sobre el fuerte uno y dos.

El silencio de los soldados del castillo ante la exigencia de un plan de ataque habla por sí mismo: sin honor no hay lealtad. A esto se suma la pérdida del supuesto bebé que esperaba Asaji: una eterna verdad es la mentira que le rodea y la realidad, una ilusión, un sueño vuelto pesadilla. Washizu al ver el desconcierto que crea el avance de las tropas en el bosque al mando de Noriyazu, revela a los soldados las predicciones de la bruja. Kurosawa mira hacia arriba a Washizu, como si fuera un soldado más, en magistrales tomas contrapicadas; lo mira hacia arriba porque aún su ejército cree en él, y confían aún más cuando escuchan la última predicción de la bruja: No serás derrotado a menos que veas que el bosque de las telarañas avanza hacia el castillo. Pero cuando las hazañas aparentan tener como base los presagios, una parvada de pájaros puede significar un mal augurio, una vez más Kurosawa emplea la sugestión colectiva lewtoniana para crear una atmosfera de derrota antes de la batalla. El director nipón emplea un recurso cinéfilo, mencionado en Fort Apache (1948), la nube de polvo hecha por niños y mujeres que usan ramas de árboles para burlar a la caballería, pero aquí las ramas y el polvo son visibles, tanto que pareciera que en verdad se moviera el bosque. Washizu intenta convencer a su ejército de volver al ataque, pero ahora la cámara lo mira de frente, ya no es un héroe, es un chivo expiatorio que hay que eliminar para deshacer la maldición del castillo la cual se apodera de él en forma de niebla, por eso tienen la valentía de lanzar una lluvia de flechas sobre Washizu, quien cae como los grandes gangsters del cine americano, como Eddie Barttlet en Los violentos años veinte (Walsh, 1939), ambos descienden de una escalera, símbolo de su ascenso y caída. Pero la existencia es ilusoria, pasajera, lo único real es la niebla que al difuminarse devela el mástil y los coros del viento cantan de nuevo la leyenda impresa en el aire, donde vivió un fuerte guerrero…

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