PRESENCIA DE DON BENITO JUÁREZ

Por Abel Santiago / abelsantiago30336@yahoo.com.mx

Es cierto que nada nuevo se puede agregar a lo mucho que se ha dicho y escrito sobre la vida y obra del gran reformador, que casi ningún mexicano ignora los pasajes más brillantes de su existencia ni sus conceptos , pero nunca serán suficientes para valorar en toda su magnitud el profundo sentido humano que caracterizó su conducta y sus acciones, máxime cuando tenemos que reconocer que no se cumplen cabalmente los principios por los que luchó ni los ideales que dieron vida y forma a nuestra nacionalidad. El propósito firme de emularlo y de continuar su obra, constituyen el mejor homenaje a su memoria. En estos últimos años, ni siquiera se ha intentado seguir su ejemplo, pues lo niegan las acciones de nuestros gobernantes, estatal y nacional, que en todas sus acciones niegan el espíritu juarista, por más que en los discursos oficiales se diga lo contrario. Por eso, con motivo del reciente aniversario de su nacimiento, es importante invocar la figura del Benemérito, que para los buenos mexicanos sigue presente y vigentes sus principios.

¿Cómo se fue formando el carácter, la personalidad, el singular humanismo de don Benito Juárez? Son indiscutibles su innata sensibilidad y su inteligencia, su espíritu de observación y de comprensión de todo lo que le rodeaba, aun antes de la edad señalada convencionalmente para percibir la existencia y lograr el uso de la razón. Todo es semejante en la actualidad a lo que él vivió en su infancia, porque siguen predominando la desigualdad, las injusticias y la carencia del estado de derecho.

Fue así como a los tres años de edad sufrió  el primer golpe del destino, golpe trágico, irreparable, al perder a sus padres. Dos años más tarde sufre el segundo, quizá más doloroso, al perder a sus abuelos paternos, con quienes había pasado a vivir al quedar huérfano. Los siguientes siete años que pasa en su pueblo, San Pablo Guelatao, al lado de su tío Bernardino Juárez, están llenos de sucesos que nos parecen más cosa de leyenda que de realidad, pero que nos convencen al ir conociendo cómo se iban relacionando con las siguientes etapas de su vida, y cómo iban acumulando material en su mente y en su corazón para darle, con los años, valor universal.

Es cierto, por ejemplo, que casi intuitivamente le pidió a su tío que le enseñara las primeras letras en los pocos momentos que ambos tenía libres, de descanso, y que al ser atendido y presentarse a dar la lección, él mismo le llevaba la disciplina para ser castigado en caso de no saberla. Pero don Bernardino, aun queriéndolo, no podía darle la instrucción que anhelaba Benito, y como en ese pueblo de 20 familias no había escuela, crecían sus ansias de saber y su preocupación por no encontrar el camino. Le pide entonces que lo envíe a estudiar a Oaxaca, y sólo obtiene promesas por respuesta.

El niño Benito Pablo no era el niño impasible del que nos hablan algunos de sus biógrafos. Era un niño común en cuanto a sus reacciones como tal. Jugaba, lloraba y se entretenía con lo que más llamara su atención. Una de ellas, que nunca imaginó, fue que hasta su apartado pueblo llegara una pequeña compañía de circo con individuos estrafalariamente vestidos con ropajes multicolores, con los rostros pintarrajeados y con animales que le parecieron raros; menos se imaginó que uno de ellos, el payaso mayor, se pusiera a platicar con él, a contarle sus andanzas y las aventuras colosales de la vida circense. Mucho tiempo pasó el niño Juárez oyendo embelesado aquellas historias, sin advertir que esa sucia maniobra tenía por objeto robarle uno de sus corderos. Cuando lo notó, cuando después de buscarlo descubrió que de unas estacas pendía el pellejo del infeliz animal perdido, con lágrimas en los ojos sintió su impotencia, tuvo consciencia del robo, y sólo pudo recordar angustiado, que ya antes había perdido otro cordero mientras nadaba en la laguna, y que su descuido fue severamente castigado con golpes que le dejaron huellas en su débil cuerpo durante varios días.

Fue entonces cuando decidió huir a Oaxaca. Era la mañana del 17 de diciembre de 1818. Su primer empleo fue de mozo en la casa de los que serían sus suegros, don Antonio Maza y doña Petra Parada, con los que trabajaba como cocinera su hermana Josefa. Le pagaban dos reales diarios, pero tenía ya casa segura y relativa protección, mas él no deseaba sólo huir de su pueblo, vivir en Oaxaca y lograr acomodo. Deseaba instruirse y ser útil a su pueblo. En esa búsqueda conoce al encuadernador don Antonio Salanueva, de la orden tercera de San Francisco, con quien pasa a aprender a encuadernar, a empastar libros y otro poco de lectura.

Su objetivo principal, la escuela, lo logra al ser inscrito, el siete de enero de 1819, en la Escuela Real, donde se enseñaba lectura, escritura y catecismo del padre Ripalda. Pero es en esa escuela donde sufre discriminación, malos tratos y castigos arbitrarios. Es en esa escuela donde comienza a sentir los rigores de la vida de presión y de injusticia, donde se inicia su conocimiento del imperio del clero y de la milicia, donde sabe de la degradación y el infortunio del humilde, del desheredado, y de la prepotencia de las familias acomodadas. Refiriéndose a un castigo que recibió, escribe en sus memorias:

“Esta injusticia me ofendió profundamente, no menos que la desigualdad con que se daba la enseñanza en aquel establecimiento que se llamaba la Escuela Real, pues mientras el maestro en un departamento separado enseñaba con esmero a un número determinado de niños, que se llamaban decentes, yo y los demás jóvenes pobres estábamos relegados a otro departamento, bajo la dirección de un hombre que se titulaba ‘ayudante’ y que era tan poco a propósito para enseñar y de un carácter muy duro…”

Es así como se inicia la grandeza de don Benito Juárez, que lamentablemente en nuestros días ya ha pasado a la historia sólo como un recuerdo para nuestros gobernantes.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *